El Obispo es el pastor y guardián del grey de Dios. Su ministerio deriva no sólo de la legislación humana de la institución eclesiástica, sino también de una vocación sobrenatural. Los Obispos son los sucesores de los Apóstoles, y en su misión debe realizarse la misión de Cristo para la santificación y salvación de las almas. De ello se derivan las obligaciones más graves también en una situación en la que hay que afrontar el hecho de la existencia de la herejía.
Hoy, muchos católicos están cada vez más convencidos de que la herejía se está infiltrando en el seno de la Iglesia. Algunos fieles creen que ya existe un cisma de facto, aunque no esté sancionado de iure. Al fin y al cabo, en muchas partes de la Iglesia se predica una doctrina que puede ser entendida o, al menos, interpretada de manera que se aleja del depósito de la Fe. Esto crea una situación excepcional.
Algunos Obispos abogan por cambios profundos en la doctrina y la moral de la Iglesia. Estos mismos Obispos forman una parte importante del Colegio episcopal, gozando a menudo del apoyo tácito del Obispo de Roma o, al menos, de una falta de reacción que corrija sus acciones. Por esta razón, un Obispo preocupado por el depósito de la fe se encuentra en una posición extremadamente difícil.
Al fin y al cabo, en una situación en la que la fe está amenazada, es él el primer guardián de la fe, de la que es responsable ante Aquel que le llamó. Sin embargo, un Obispo puede temer legítimamente que, al pronunciarse abiertamente contra estas inclinaciones reformistas, estaría actuando contra la colegialidad, lo que podría significar caer en el cisma. Tal temor es legítimo en sí mismo; su ausencia podría indicar una falta de prudencia por parte del pastor o una incomprensión de su propia potestad, que le fue otorgada por Cristo en la Iglesia, por medio de la Iglesia y para el bien de la Iglesia. Esta potestad pierde su legitimidad en caso de oposición a la Iglesia.
¿Qué debe hacer entonces un Obispo cuando se produce una herejía, no sólo en su Iglesia particular, sino también en el contexto eclesial más amplio?
En una situación tan difícil, existe la tentación de trasladar por completo la preocupación del Obispo a custodiar el depósito sólo en su propia diócesis, dejando los problemas doctrinales más allá de su diócesis a una instancia superior, el Papa.
Sin embargo, si un Obispo se limita a preocuparse sólo de su propia diócesis, descuidará, en primer lugar, por este mismo hecho, la preocupación por custodiar el depósito de la Iglesia universal a la que está obligado.
Además, al aceptar los cambios doctrinales o morales sancionados en otras Iglesias particulares, en realidad está aceptando sancionar el error en la Iglesia universal. Esto, a su vez, afecta también a su diócesis, que es parte y manifestación de esta Iglesia universal. (Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como Comunión «Communionis notio», No. 7).
Las soluciones jurídicas, canónicas y doctrinales contenidas en la voz del Magisterio sobre el ministerio del Obispo no proporcionan prescripciones claras sobre cómo proceder en tiempos de crisis (cf. „Suplemento”). La historia de la Iglesia, por su parte, nos enseña que, a pesar de la asistencia y protección del Espíritu Santo de que goza la Iglesia, y a pesar de la seguridad de que sobrevivirá, conservando intacto el depósito de la fe hasta que el Salvador vuelva de nuevo, los Obispos individuales pueden caer en el error (incluso en la mayoría – como sucedió en la crisis arriana). En algunas declaraciones, excluyendo las hechas ex cathedra, incluso el propio sucesor de San Pedro, o sea el Papa, cuya tarea particular es custodiar el depósito y fortalecer a los hermanos en la fe, puede caer en el error. Este fue el caso, por ejemplo, del Papa Honorio I, que fue condenado póstumamente en el Tercer Concilio de Constantinopla por haber apoyado la herejía del monotelismo (Concilio de Constantinopla III, Lectura de la fe, No. 8).
Esta situación plantea una serie de preguntas. Las respuestas a ellas pueden esbozar una posible forma de reaccionar ante la crisis.
En primer lugar, es necesario reflexionar sobre qué es la Iglesia, es decir, cuál es el misterio de la Iglesia. Esto debe hacerse en el contexto de la relación entre la Iglesia y el Magisterio. Pues esta relación no parece tan clara como se entiende coloquialmente. La voz del Magisterio se considera con razón la voz de la Iglesia, pero no existe una identidad absoluta entre el Magisterio y la Iglesia.
A continuación, es necesario considerar el papel y la competencia del Magisterio de la Iglesia.
Por último, hay que preguntarse por la posible reacción e intervención de los Obispos preocupados por la Iglesia, para que no abandonen la tarea de custodiar al pueblo de Dios en su propia diócesis y de cuidar el depósito de toda la Iglesia, sin descuidar, al mismo tiempo, la colegialidad que sanciona la potestad del Obispo. Será importante exponer aquí algunos criterios que deben servir de pauta para una respuesta eclesial adecuada del pastor a las amenazas en la Iglesia.
Las principales conclusiones de nuestro análisis son las siguientes:
– el Obispo diocesano debe proteger la unidad de toda la Iglesia;
– cuando se produce una situación en la que se proclama un error en una Iglesia particular que no es la suya, el Obispo está obligado a reaccionar;
– el silencio sobre la existencia de una herejía en una parte de la Iglesia universal equivale a consentir la perpetuación de ese error en su propia diócesis;
– intervenir en caso de violación de la integridad del depósito de la fe, tanto en su propia diócesis como en la Iglesia universal, es una obligación que incumbe al Obispo en virtud de su misión de Cristo mismo;
– el catálogo de situaciones que requieren intervención es muy amplio, y la respuesta prioritaria se da a la proclamación de tesis que están en flagrante contradicción con el depósito de la fe, o de tesis confusas y ambiguas.
La Iglesia es una realidad compleja. El Concilio Vaticano II, para acercarse a este misterio, emplea diversas imágenes del mismo (cf. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, Capítulo 1). La descripción más elevada del misterio de la Iglesia es llamarla Cuerpo Místico de Cristo, ya que este término expresa mejor la relación entre sus elementos humano y divino: «Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a El, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo» (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, No. 8).
Esta complejidad, por una parte, no permite reducir la Iglesia a una mera institución humana y, por otra, no permite al católico pensar en la Iglesia como una realidad meramente espiritual, aparte, sino, a lo sumo, como realizada en el tejido social visible y humano de la Iglesia: «Y no solamente debe ser uno e indiviso, sino también algo concreto y claramente visible, como en su encíclica Satis Cognitum afirma nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria: «Por lo mismo que es cuerpo, la Iglesia se ve con los ojos». Por lo cual se apartan de la verdad divina aquellos que se forjan la Iglesia de tal manera, que no pueda ni tocarse ni verse, siendo solamente un ser neumático, como dicen, en el que muchas comunidades de cristianos, aunque separadas mutuamente en la fe, se junten, sin embargo, por un lazo invisible» (Pío XII, Mystici Corporis, No. 7). Y más adelante: «De cuanto venimos escribiendo y explicando, venerables hermanos, se deduce absolutamente el grave error de los que a su arbitrio se forjan una Iglesia latente e invisible, así como el de los que la tienen por una institución humana dotada de una cierta norma de disciplina y de ritos externos, pero sin la comunicación de una vida sobrenatural» (Pío XII, Mystici Corporis, No. 30).
Esta enseñanza también está confirmada por el Concilio Vaticano II: «Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos. Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino» (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, No. 8).
Dicho estatus y carácter corresponde precisamente a la Iglesia católica, como recuerda la declaración Dominus Iesus: «Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él. (…) »Por lo tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de Cristo como la suma — diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo — de las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por lo tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y Comunidades » (Congregación para la Doctrina de la Fe, Dominus Iesus, No. 17). La firme conciencia de esta verdad y el arraigo en ella suscitan en el corazón de muchos pastores un temor justificado a hablar en contra de esta verdadera Iglesia y de sus dictámenes. Es difícil, dada la naturaleza de la unión de los elementos divino y humano en la Iglesia, oponerse a la voz del Magisterio mientras se mantiene la fidelidad a la Iglesia. Existe aquí el temor de separar la Iglesia espiritual de sus estructuras visibles. Parece más seguro identificar estrictamente la voz del Magisterio con la voz de Cristo mismo -independientemente del contenido dado por el Magisterio.
El temor a separar los dos elementos de la Iglesia se asocia actualmente a dos errores. En primer lugar, la Iglesia se identifica con la jerarquía o, posiblemente, con su Magisterio. En segundo lugar, en nombre del temor a la separación de esos dos elementos, se produce una identificación, tal vez inconsciente, entre ellos. Mientras tanto, en el primer aspecto, la Iglesia enseña que «mas en manera alguna se ha de pensar que esta estructura ordenada u orgánica del Cuerpo de la Iglesia, se limita o reduce solamente a los grados de la jerarquía; o que, como dice la sentencia contraria, consta solamente de los carismáticos, los cuales, dotados de dones prodigiosos, nunca han de faltar en la Iglesia» (Pío XII, Mystici Corporis, No. 8). Quien llega a ser Obispo, lo es como miembro y fruto de esta Iglesia-Madre, como miembro de aquella comunidad de fe que lo hizo nacer, lo guió y lo eligió. Esta „línea ascendente” propia del Obispo nunca debe ser pasada por alto o tratada con silencio, ni anulada por otra dimensión de la autoridad, de la santificación, de la impronta cristológica que le son dadas en virtud de su consagración. Hay que recordar, por tanto, que el Obispo es ante todo un hombre de Iglesia, nacido de ella y llamado por ella a edificarla, a gobernarla, a servirla y a ser en ella sobre todo un buen padre.
Esta distinción, y la subordinación jerárquica de los Obispos a la supremacía de la Iglesia, permite también evitar el error de una identificación de los elementos divino y humano sin separarlos. Esta distinción está ya enraizada en la imagen bíblica del Cuerpo y de la Cabeza, que, aunque inseparables, no son lo mismo: «Y así como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo aunque no se identifiquen son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen un único «Cristo total». Esta misma inseparabilidad se expresa también en el Nuevo Testamento mediante la analogía de la Iglesia como Esposa de Cristo» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Dominus Iesus, No.16). Por eso se llama a la Iglesia Cuerpo „místico” y no físico de Cristo, para no dar motivo a identificar ni los dictámenes del Magisterio ni el modo de vida de los miembros de la Iglesia con la realización de la divina Existencia de Cristo en la Iglesia. Así como el cristiano, aunque estrechamente unido a Cristo por los sacramentos, puede en su voluntad y razón realizar actos incompatibles e incluso contrarios a la voluntad de Cristo, así también el pastor, que por voluntad de Cristo hace presente su autoridad y dignidad, puede expresarse de manera contraria a Cristo (salvo las excepciones de ejercer el carisma de la infalibilidad). De manera sintética, nos lo recuerda Pío XII: «Porque no faltan quienes ―no advirtiendo bastante que el apóstol Pablo habló de esta materia sólo metafóricamente, y no distinguiendo suficientemente, como conviene, los significados propios y peculiares de cuerpo físico, moral y místico―, fingen una unidad falsa y equivocada, juntando y reuniendo en una misma persona física al divino Redentor con los miembros de la Iglesia y, mientras atribuyen a los hombres propiedades divinas, hacen a Cristo nuestro Señor sujeto a los errores y a las debilidades humanas. Esta doctrina falaz, en pugna completa con la fe católica y con los preceptos de los Santos Padres, es también abiertamente contraria a la mente y al pensamiento del Apóstol, quien aun uniendo entre sí con admirable trabazón a Cristo y su Cuerpo místico, los opone uno a otro como el Esposo a la Esposa» (Pío XII, Mystici Corporis, No. 37).
En aras de la claridad, conviene recordar que esta 'no identidad’ no puede conducir a la desconexión. Por tanto, no se puede aceptar o rechazar arbitrariamente la enseñanza del Magisterio. La interpretación del Magisterio de la Iglesia no debe ser tratada como algo arbitrario y vagamente relacionado con la verdad objetiva revelada. El Magisterio, en virtud de su unión con Cristo en su autoridad y de su no identidad concomitante, no posee las prerrogativas y la naturaleza de Cristo mismo, pero está dotado de carismas que le permiten realizar la voluntad del Señor. En sentido estricto, el carisma de la infalibilidad, que es un don especial para custodiar el depósito de la fe, pertenece a la Iglesia. El Colegio Episcopal y el Papa gozan de este carisma no como propio, sino como una forma que se les ha dado para la realización específica de la infalibilidad de la Iglesia (cf. Concilio Vaticano I, Pastor aeternus, No. 36).
En resumen, puede decirse lo siguiente:
1) El temor del pastor a criticar las sentencias del Magisterio y del Papa está justificado por el sentido de fidelidad a la Iglesia y por la colegialidad del oficio episcopal;
2) La Iglesia no es una institución meramente humana, y los pastores, por mandato de Cristo, están llamados a custodiar al pueblo de Dios y son capacitados por el Espíritu Santo para cumplir esta tarea;
3) El Magisterio de la Iglesia está dotado de dones y carismas para salvaguardar el depósito de la fe;
4) La voz del Magisterio no tiene por qué ser siempre absolutamente idéntica a la verdad objetiva revelada (aparte de las solemnes sentencias doctrinales y morales);
5) Esto no significa que se pueda prescindir del Magisterio en cuestiones distintas de las sentencias dogmáticas;
6) Esto impone a cada Obispo la obligación de cuidar con esmero por la pureza y la unidad de la doctrina de la Iglesia, de modo que no se extralimiten en sus propias prerrogativas por encima del Magisterio, sin abandonar por ello la tarea de cuidar por el bien de toda la Iglesia.
Determinar en qué debe consistir esta preocupación del último punto parece particularmente problemático. Para determinarlo, primero es necesario recordar qué autoridad tienen en la Iglesia el Papa, el colegio episcopal y los Obispos individuales por turno. A continuación, es necesario determinar en qué casos y en qué medida pueden equivocarse el Papa, el colegio episcopal y los ordinarios individuales. Después de esta determinación, podremos precisar qué intervención es posible y en qué medida, así como en qué medida el Papa, el colegio episcopal y los Obispos individuales están obligados a intervenir en caso de error. Por razones formales, trataremos las tres cuestiones sintéticamente.
El Magisterio de la Iglesia, constituido por los Obispos en comunión con el Papa, incluye «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida» (Concilio Vaticano II, Dei verbum, No. 10). El Magisterio desempeña esta tarea con autoridad en nombre de Cristo, lo que no significa que sea igual o esté por encima de la palabra de Dios y de la Tradición, sino que debe servir a la tarea de preservar la pureza y la inmutabilidad del depósito de la fe (cf. Concilio Vaticano II, Dei verbum, No. 10). Por esta razón, los fieles deben sumisión al Magisterio. Sin embargo, como se ha indicado anteriormente, ni la institución divina y la delegación de la autoridad a la comunidad de los Apóstoles encabezada por Pedro, ni la continuación de la misión apostólica por el Colegio de los Obispos en comunión con el Papa, ni la asistencia del Espíritu Santo y la dotación a la Iglesia del carisma de la infalibilidad, garantizan que toda manifestación de una parte del Colegio o del Papa goce de infalibilidad por su propia naturaleza.
1. Competencia y alcance de la autoridad del Papa
El Obispo de Roma es la cabeza visible de la Iglesia. Tiene autoridad ordinaria, personal y directa. La Santa Sede no está sujeta a nadie y no puede ser juzgada por nadie. Sin embargo, la historia demuestra que el Papa también puede equivocarse en su magisterio ordinario. La infalibilidad papal se refiere a los casos en los que la enseñanza papal tiene el carácter de enseñanza ex cathedra. Además, el carisma de la infalibilidad papal es un modo de realizar la infalibilidad de la Iglesia y tiene por objeto custodiar el depósito de la fe. Así pues, este carisma no está destinado a crear doctrina, sino a custodiarla. Se aplica en los casos en los que el Papa resuelve una cuestión controvertida en cuanto a una enseñanza inmutable de la Iglesia que no ha sido formulada previamente de forma definitiva.
Así, todo creyente debe obediencia de fe sobrenatural a las sentencias ex cathedra del Papa. Cuestionar tales decisiones es un acto cismático de facto. También se debe obediencia de fe al magisterio papal ordinario. No obstante, en el caso de que la razón iluminada por la fe perciba una duda sobre la continuidad entre el depósito eterno y la enseñanza actual, o al menos su interpretación, está obligada, en un espíritu de responsabilidad por la Iglesia, a revelar estas dudas a sus pastores: «Los fieles, conscientes de su propia responsabilidad, están obligados a seguir, por obediencia cristiana, todo aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, declaran como maestros de la fe o establecen como rectores de la Iglesia. (…) Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestar a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (CDC, Cann. 212, § 1 y 3). Tal acción es legítima por el poder obligatorio de la conciencia: «La conciencia «es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza […] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» (CCE 1778).
De manera especial, el Colegio Episcopal y los Obispos individualmente están obligados a reaccionar cuando hay dudas sobre la enseñanza papal ordinaria, que puede no estar en continuidad con la enseñanza anterior. Sin embargo, a nadie le está permitido emitir un juicio autoritario sobre la enseñanza papal. No está permitido despreciar e ignorar esta enseñanza y enseñar lo contrario en la propia diócesis, rompiendo así el vínculo con el Papa. En cambio, uno puede y debe expresar sus propias dudas a la Santa Sede. Es libre y propio hacer preguntas pidiendo aclaraciones sobre una cuestión dudosa. Porque puede suceder que el discernimiento de un Obispo o de un fiel sobre la ruptura de la continuidad sea sólo aparente. En tal caso, la Santa Sede está obligada a disipar las dudas de los Obispos y de los fieles (el Obispo de Roma, aunque tiene la autoridad suprema, ejerce esta autoridad junto con el Colegio de los Obispos). A falta de aclaración, y en caso de duda permanente y de convicción de conciencia duradera sobre la contradicción de la nueva enseñanza con el depósito anterior, el Obispo tiene derecho a abstenerse de aplicar la enseñanza, indicando a los fieles el conflicto surgido, para no suscitar inquietud y duda en los fieles sobre la permanencia del Obispo en comunión con el Papa y el Colegio de los Obispos. En otras palabras, es precisamente en nombre de la colegialidad y de la unidad de la Iglesia que el Obispo tiene derecho a expresar dudas y a cuidar por el depósito inmutable de la fe.
2. Competencia y alcance de la autoridad del Colegio
Como ya se ha dicho, el Colegio de los Obispos conserva su legitimidad actuando siempre en comunión con el Papa. El Colegio de los Obispos puede enseñar de manera solemne, como sucede en los concilios – tal asamblea también conserva su legitimidad al actuar en unidad con el Obispo de Roma. El Colegio de los Obispos, por tanto, ni en su totalidad ni en parte alguna, puede actuar en contra de la unidad con la Sede de Pedro – se trata de una cuestión de unidad doctrinal y moral. En consecuencia, no es legítimo que el Colegio adopte decisiones a las que se oponga la Santa Sede.
Por tanto, si un cuerpo episcopal (conferencia episcopal o sínodo local) dictase decisiones que suscitasen dudas sobre la ortodoxia, la conservación de la comunión y la unidad con el depósito anterior, etc., el primero que debe reaccionar y señalar el error es el Obispo de Roma. Si él no condena el error o incluso lo aprueba, y sin embargo entre los demás Obispos tales decisiones parecen ser erróneas, entonces estos Obispos, tanto colectiva como individualmente, están obligados a responder. Este podría ser el caso, por ejemplo, del Camino Sinodal en Alemania y sus sentencias y la ambigua o insuficiente reacción de la Santa Sede o la introducción del ritual de bendición de parejas homosexuales por parte del Episcopado belga. La reacción de los Obispos en tal situación debería ser, en primer lugar, amonestar a los Obispos que introducen dictámenes erróneos; en segundo lugar, apelar a la Santa Sede para que responda inequívocamente por el bien y la unidad de la Santa Iglesia y por preocupación por la salvación de las almas.
3. La autoridad y la competencia de los Obispos
El Obispo tiene potestad ordinaria, personal y directa en su diócesis. Esto significa que, aunque la legitimidad de su potestad implica ejercerla en comunión colegial con todo el Colegio y su cabeza, su autoridad en la diócesis no es una potestad delegada. El Obispo, por tanto, en el ejercicio ordinario de su autoridad para gobernar en la diócesis, ejerce la tarea del Magisterio de la Iglesia.
Esto se debe a que la diócesis no es simplemente una parte constitutiva de la Iglesia universal, sino que es su manifestación con todos sus elementos esenciales (Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como Comunión «Communionis notio», No. 7). Las Iglesias particulares son, por tanto, a la vez una porción del pueblo de Dios y actuación de la Iglesia universal y, como Iglesias particulares, están confiadas al cuidado del Obispo diocesano y sus pastores propios (cf. decreto conciliar Christus Dominus sobre el ministerio pastoral de los Obispos en la Iglesia, No. 11). Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios a él encomendada, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Sin embargo, esto no le exime de su deber de cuidar, junto con los demás Obispos, por toda la Iglesia (véase: Constitución dogmática sobre la Iglesia 2003, No. 23). Porque «El Obispo, como sucesor de los Apóstoles, en razón de la consagración episcopal y mediante la comunión jerárquica, es el principio visible y el garante de la unidad de su Iglesia particular » (Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos «Apostolorum succesores». Roma No. 4), pero al mismo tiempo «cada Obispo tiene la responsabilidad de toda la Iglesia universal y le debe su solicitud y su apoyo» (cf. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, No. 23). « Deben, pues, todos los Obispos promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor de todo el Cuerpo místico de Cristo, especialmente de los miembros pobres, de los que sufren y de los que son perseguidos por la justicia » (cf. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, No. 23).
De las sentencias indicadas se desprenden varias conclusiones. En efecto, el Obispo gobierna y ejerce autónomamente el oficio pastoral en su diócesis. Sin embargo, no puede hacerlo aislándose de la Iglesia universal. Lleva a cabo de modo particular la misión universal de la Iglesia y encarna en un ámbito particular la totalidad del misterio del Cuerpo de Cristo. Debido al vínculo colegial de unidad con los demás Obispos y el Papa, no tiene autoridad sobre las demás Iglesias particulares. Sin embargo, debido a la preocupación por toda la Iglesia que resulta de esta unidad, no puede ser indiferente a los errores que surgan en otras Iglesias particulares. Así, cuando se da una situación en la que se predica un error en una Iglesia particular que no es la propia, o cuando tal error, o al menos una sospecha de tal error, surge en otros casos (mencionados anteriormente), entonces, por solicitud por toda la Iglesia universal, el Obispo no puede permanecer en silencio, sino que está obligado a responder como se indica más arriba.
Al mismo tiempo, debido a su autoridad directa sobre su propia Iglesia particular, exactamente en las mismas situaciones, el Obispo está obligado a responder. La Iglesia particular es la actuación de la Iglesia universal. Si en alguna parte de la Iglesia universal surge una herejía sancionada al menos por el silencio, el Obispo acepta de facto hacer presente (tal vez aplazado) este error en su propia diócesis en el caso de que él mismo también guarde silencio sobre el asunto en cuestión. Así, si actualmente un Obispo diocesano se opone personalmente a la bendición de las uniones homosexuales, por ejemplo, viendo en este acto una ruptura con la enseñanza antropológica tradicional de la Iglesia y con la enseñanza sobre la gravedad del pecado y sobre la dignidad del matrimonio, ejerciendo al mismo tiempo la moderación en la exhortación, viendo la aprobación de la Santa Sede con respecto a la Iglesia belga, que ha introducido tal rito como normativo y vinculante, entonces el Obispo silencioso ha consentido la posible aplicación de esta norma en su propia diócesis y es responsable de este acto. Aunque en el momento presente conserve la esperanza de que su diócesis no se vea afectada por este error durante su cargo pastoral, es responsable de la introducción de esta norma en el futuro -quizá durante el cargo de su sucesor-, ya que fue él, y no el sucesor, quien guardó silencio cuando tal error se produjo en otra parte de la Iglesia universal -y la Iglesia particular es una actuación fáctica de la Iglesia universal, no una parte separada y autónoma de ella-.
Así pues, dada la naturaleza de la colegialidad y la estructura de la Iglesia universal, es importante señalar que la colegialidad no tiene como único objetivo subordinar a los Obispos a los errores liberales aprobados por las autoridades superiores, sino salvaguardar la unidad. No rompe la colegialidad el Obispo que se opone a las nuevas ideas de los Obispos alemanes o belgas, sino que son precisamente estos Obispos alemanes o belgas los que rompen la colegialidad. Y exactamente lo contrario: la particularidad de las Iglesias no debe servir para fomentar una falsa convicción de seguridad en el „propio” territorio, sino que constituye un compromiso de cuidar también de la Iglesia universal. Por tanto, es erróneo poner en oposición o dicotomía la particularidad y la universalidad de la Iglesia. La preocupación por la Iglesia particular es siempre una preocupación por la Iglesia universal y viceversa.
El derecho de un Obispo a proclamar una doctrina no adulterada en su Iglesia particular es, al mismo tiempo, una preocupación y una obligación por la pureza doctrinal de toda la Iglesia. Así pues, custodiar la doctrina e intervenir cuando se viola la integridad del depósito de la fe, tanto en la propia diócesis como en el foro de la Iglesia universal, no es sólo un derecho derivado del mandato divino del oficio episcopal, sino también una obligación por la misión de Cristo.
En resumen, en la situación excepcional en la que el Papa o una parte del Colegio Episcopal (incluso una parte mayor) en comunión y con la aprobación del Papa, u Obispos individuales, contando al menos con la aprobación tácita del Papa, proclaman puntos de vista que rompen con la doctrina anterior de la Iglesia (o al menos dan la impresión de una ruptura), los Obispos, deseando llevar a cabo la tarea de salvaguardar la doctrina tanto en sus propias diócesis como en su solicitud por la Iglesia universal, se enfrentan sobre todo al problema de salvaguardar la unidad colegial con la Iglesia y su Magisterio. Cuando, en respuesta a los problemas en los ámbitos mencionados, en contra de su propio discernimiento en cuanto a la conservación real del depósito, se someten a declaraciones cuestionables o, al menos, mantienen un silencio reticente hacia ellas, conservan una unidad sólo externa y aparente. Una reacción que cuestionara directamente las órdenes del Papa y del Colegio sería una reacción que conduciría al cisma. Por lo tanto, la única solución adecuada, que preservaría verdaderamente tanto la unidad con el Papa como con el Colegio Episcopal y al mismo tiempo no llevaría a abandonar la tarea de custodiar el depósito de la fe en la propia diócesis y la preocupación por el bien de la Iglesia universal, consistiría en expresar clara e inequívocamente las dudas (en el respeto por el Papa y el Colegio), recordar y expresar claramente la doctrina perenne de la Iglesia, señalar la falta de continuidad y de coherencia de las reformas propuestas y, si es necesario, en nombre de la colegialidad y de la fidelidad a la Iglesia, renunciar de su aplicación, expresando al mismo tiempo los argumentos que justifican esta toma de posición (que es la preocupación de permanecer fieles a la Iglesia y al depósito que ha sido dado a la Iglesia por Cristo y que ninguna potestad en la Iglesia tiene derecho a cambiar). Esto no es sólo un derecho, sino también un deber de todo Obispo, derivado tanto de su vocación sobrenatural como de la colegialidad misma.
El análisis anterior indica que los Obispos son responsables de custodiar el depósito tanto en sus propias diócesis como en el foro de la Iglesia universal. En los distintos niveles, esta tarea debe llevarse a cabo de manera diferente. En una situación excepcional, también es necesaria la amonestación fraterna dirigida a los hermanos en el Episcopado e incluso a la Cabeza del Colegio Episcopal. Queda por indicar las situaciones en las que es necesaria la intervención en aras de la fidelidad a la misión y al ministerio del Sucesor de los Apóstoles.
Es prioritaria una reacción cuando se trata de la formulación y proclamación de tesis en flagrante contradicción con el depósito de la fe. Por supuesto, no se trata sólo de situaciones en las que los dogmas son explícitamente socavados (es poco probable que nos encontremos con tales situaciones), sino en las que, por ejemplo, se produce una reinterpretación de los mismos que rompe con el sentido contenido en las formulaciones dogmáticas en el momento de su formulación. Además, puede tratarse aquí de aquella parte del depósito que no está dogmatizada, pero que está directa o indirectamente relacionada con el depósito inmutable. Un ejemplo es la exigencia de la ordenación o la concesión del primer grado de las Órdenes Sagradas a las mujeres. El tema de la ordenación de mujeres fue formalmente cerrado por San Juan Pablo II, sin embargo, no ha sido dogmatizado, con el resultado de que se reaviva de vez en cuando en el debate intraeclesial. La prohibición de ordenar mujeres al rango de diácono tampoco está formulada dogmáticamente, sin embargo, está estrechamente relacionada con la verdad sobre la naturaleza de la ordenación, que está fuertemente documentada y afirmada en la enseñanza de la Iglesia.
Además de los casos de presunta ruptura con la doctrina (en diversos grados), las razones muy importantes que llaman a la intervención son las expresiones ambiguas en los documentos del Magisterio. La ambigüedad en las expresiones doctrinales o morales, o incluso en las exigencias de carácter pastoral, no debe interpretarse como una característica que permita que tales declaraciones encajen dentro de la ortodoxia. De hecho, la posibilidad de una interpretación ortodoxa puede implicar tal cosa y a menudo se esgrime como argumento que exime al Obispo de intervenir. Por otra parte, la posibilidad de una interpretación heterodoxa significa que la formulación no encaja realmente en la ortodoxia y plantea un riesgo real de legitimación del error. Un ejemplo claro de la ambigüedad de la redacción y de los frutos envenenados que se derivan de la posibilidad de una interpretación que rompa con la práctica anterior de la Iglesia se puede ver en las tesis de la exhortación Amoris laetitia sobre la posibilidad de admitir a la comunión a los divorciados que viven en segunda unión no sacramental. La ambigüedad de la declaración ha dado lugar a que muchas Iglesias particulares hayan cambiado de hecho y/o sancionado la práctica errónea de dar la comunión a personas en pecado grave o en situación objetivamente desordenada. La opinión de algunos Obispos de que tal interpretación es falsa no cambia el estado de las cosas y – lo que constituye un cierto escándalo – no les lleva a reaccionar y condenar las prácticas erróneas que han aparecido. La ambigüedad de una declaración no ofrece, como muchos piensan, una oportunidad segura para mantenerse en la ortodoxia, pero sí para apartarse de ella.
Otra categoría de situaciones consiste en costumbres erróneas que se difunden sin encontrar la desaprobación y la corrección de los pastores. Entre las situaciones más comunes de este tipo se encuentran diversos experimentos litúrgicos que no respetan la solemnidad y no se ajustan a la esencia del Santo Sacrificio. Una costumbre, un ritual o una norma moral en la Iglesia siempre han sido el resultado y el reflejo de la verdad revelada. La aprobación de costumbres desvinculadas y que no expresan la verdad revelada, sino que la contradicen, conduce a la construcción de un concepto erróneo sobre la esencia misma de la verdad que se quiere expresar. Celebrar la Misa de manera que se asemeje a un concierto o a una comida unificadora da lugar a la convicción de que la Misa es, de hecho, precisamente este tipo de realidad. De hecho, de manera no verbal, lo que ocurre aquí es que se altera y se pierde el depósito que los pastores tienen la responsabilidad de custodiar.
Los errores graves que exigen una reflexión y un discernimiento profundos son los que no afectan a artículos individuales de la fe, sino a una comprensión global de toda la realidad sobrenatural de la Iglesia. Se trata de cambios tales como: una comprensión inherente de la misión de la Iglesia (como si la misión de la Iglesia no fuera un ministerio de salvación eterna, sino un ministerio de construcción del bienestar temporal: económico, ecológico, social, etc.); una comprensión errónea de la sinodalidad, que se opone a la jerarquía; una comprensión errónea del sentido de la fe, que concede a todo bautizado la misma competencia en el discernimiento de las cuestiones espirituales y eclesiales; la identificación de la conciencia colectiva de los fieles con la voz del Espíritu Santo, etc., etc.; Tales errores sistemáticos significan que, dentro de la Iglesia, utilizamos el mismo depósito pero lo entendemos de manera diferente. Aquí tiene lugar una reevaluación, en la que no es el depósito el que moldea la conciencia de los fieles, sino la conciencia de los fieles (moldeada por el espíritu de este mundo) el criterio para entender el depósito.
También requieren una intervención las demandas que abren un espacio para la creación y sanción de nuevos errores. Tal demanda es, por ejemplo, un pluralismo teológico falsamente entendido. Mientras que en la Iglesia siempre ha existido un tipo de pluralismo, en el que las diversas verdades de la fe pueden entenderse de modos distintos, pero no excluyentes, sino complementarios (por ejemplo, la verdad sobre el sentido salvífico del Sacrificio de la Cruz puede entenderse en clave de expiación, propiciación, cumplimiento, unificación, etc.), este pluralismo se entiende cada vez más como legitimación de la coexistencia de diversas tesis teológicas que no sólo son distintas entre sí, pero tampoco mantienen la integridad con el depósito de la fe.
Un último punto a tener en cuenta para construir un buen clima de discernimiento es ser consciente de la diferencia entre intenciones y su rectitud. El hecho de que haya buenas intenciones entre los responsables de la toma de decisiones en la Iglesia no es en absoluto un argumento a favor de la rectitud y la dirección correcta del cambio. Del mismo modo que el fin no justifica los medios, también puede decirse que las buenas intenciones (los medios) no legitiman la rectitud del fin (la solución equivocada).
Los efectos de las acciones de un pastor -o los efectos de la inacción- son de la mayor importancia para el bienestar espiritual de los fieles. Pueden afectarles durante décadas y, en casos especiales, incluso durante más tiempo. Los ejemplos de perpetuación de costumbres excepcionalmente buenas o excepcionalmente malas en una Iglesia particular son numerosos en la historia. El Obispo, aunque él mismo no introduzca ninguna solución reformista en la diócesis que le ha sido confiada, no puede contentarse con contemplar pasivamente cómo la fe y la moral de los fieles son modeladas desde fuera por el ejemplo de otros. Con el beneficio de la retrospectiva, es fácil demostrar que los problemas que surgen hoy en diversas partes de la Iglesia tienen su origen en negligencias o decisiones equivocadas del pasado. Cada Obispo se enfrentará al juicio de la historia, mostrando mejor que el juicio de sus contemporáneos la santidad o lo contrario de esa santidad. El pastor, sin embargo, tendrá que dar cuenta de su gobierno ante otro juicio más: el juicio de Cristo mismo como aquel que le confió, a través de la Iglesia, la autoridad en la diócesis. Mientras que ante los hombres, a veces incluso con éxito, uno puede esconder sus propias acciones o la falta de ellas tras el principio de colegialidad, ante ese Juez esto no será posible. Su juicio se referirá a la responsabilidad personal de cada pastor por cómo y si ha cuidado en absoluto de las almas de los fieles confiados a su autoridad.
ANTECEDENTES TEOLÓGICOS E HISTÓRICOS
La palabra „Obispo” procede del término griego «ἐπίσκοπος» (episkopos), que significa: guardián, vigilante, mayordomo, centinela, pastor. En este término, la tradición cristiana integra de forma sintética las funciones de profeta, sacerdote y rey que corresponden a los jerarcas de la Iglesia. El Concilio de Trento enseña que «pertenecen en primer lugar a este orden jerárquico, los Obispos, que han sucedido en lugar de los Apóstoles; que están puestos por el Espíritu Santo, como dice el mismo Apóstol, para gobernar la Iglesia de Dios» (Concilio de Trento, Doctrina del sacramento del Orden, capítulo IV, cf. CCE 861n). Esta enseñanza ha sido repetidamente afirmada y reiterada por el Magisterio de la Iglesia.
Por voluntad de Cristo, los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, son testigos y continuadores del misterio de la Iglesia (Juan Pablo II, Pastores Gregis, No. 1). Así, del mismo modo que la vida y la obra de Cristo eran un reflejo de la presencia del Padre y del Espíritu Santo en el mundo, el Obispo es un signo de la presencia y de la obra de toda la Trinidad (Juan Pablo II, Pastores Gregis, No. 7). «Por el carácter trinitario de su ser, cada Obispo se compromete en su ministerio a cuidar con amor sobre toda la grey en medio de la cual lo ha puesto el Espíritu Santo para regir a la Iglesia de Dios: en el nombre del Padre, cuya imagen hace presente; en el nombre de Jesucristo, su Hijo, por el cual ha sido constituido maestro, sacerdote y pastor; en el nombre del Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y con su fuerza sustenta la debilidad humana» (Juan Pablo II, Pastores Gregis, No. 7). De la anterior constitución trinitaria del oficio episcopal se deduce que el Obispo aparece en la Iglesia y emerge de ella como expresión de la vitalidad salvífica constantemente activada por el Espíritu Santo y como aquel que, hasta el retorno de Cristo, ha de enseñar, santificar y conducir a Dios al pueblo que le ha sido confiado (cf. Hch 13, 1‒3; Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, No. 28).
San Agustín habla en el mismo sentido, explicando las palabras de San Pablo: « Por eso cuando dice el Apóstol «que al que desea un obispado es buena obra la que desea» (1 Tim 3, 1), quiso declarar lo que es obispado que nota obra y trabajo, no honra y dignidad. Palabra griega que quiere decir que el que es superior de otros debe mirar por aquellos de quienes es superior y jefe; porque epi quiere decir sobre, y «σκοπός» (skopos), intención; luego «ἐvπισκοπεîv» (episkopein) debe entenderse de modo que sepa que “quien sea aficionado a presidir y no a ayudar a los demás se dará cuenta de que no es un «Obispo».” (Agustín, De civitate Dei contra paganos XIX, 19, CCL 48).
Del mismo modo, el Obispo de Hipona explica la importancia de la sede elevada del Obispo: « Esta es la Jerusalén, la cual tiene guardias, pues como tiene constructores que trabajan para edificarla, tiene también guardianes. Pues a la guardia pertenece lo que dice el Apóstol: «Pero temo que, así como la serpiente, con su astucia, sedujo a Eva, también ustedes se dejen corromper interiormente, apartándose de la sinceridad debida a Cristo.» (2 Cor 11, 3). El Apóstol custodiaba, era guardián; vigilaba cuanto podía sobre los que se hallaba al frente. Esto hacen también los Obispos, pues están colocados en lugar más alto para que supervigilen y como guarden al pueblo, puesto que lo que se dice en griego episkopous, Obispo, se traduce al latín por superintentor, inspector o superintendente, porque inspecciona, porque contempla desde arriba. Como el viticultor ocupa un puesto elevado para guardar la viña, el Obispo se halla en puesto elevado para custodiar la grey. Desde esta atalaya ha de dar arriesgada y minuciosa cuenta si no permanecemos aquí con el corazón de tal modo humillados a vuestros pies y orando por vosotros para que quien conoce vuestros pensamientos los guarde.» (San Agustín, Enarración sobre el Salmo 126, 3).
De ahí que el Hiponense señale, siguiendo al Apóstol san Pablo (Tito 1,9), que sólo puede ser elegido Obispo quien comunica en la Iglesia una doctrina sana, que edifica la fe de todos los que escuchan y convence a los que se oponen a ella (San Agustín, Enarración sobre el Salmo 67, 39; San Agustín, Sermo 178, 1, 1, PL 38, 961). Por otra parte, en la dimensión negativa, esta proclamación de la palabra de Dios debe ser una salvaguardia y custodia de los católicos contra las enseñanzas incompatibles con la doctrina de la Iglesia propagadas por los herejes, a los que el Hiponense llama engañadores de las mentes (vaniloqui et mentium seductores), (San Agustín, Enarración sobre el Salmo 67, 39).
El Obispo, por tanto, no puede equipararse a los demás miembros de la Iglesia. Sus tareas, encomendadas por Cristo, le sitúan a la cabeza del pueblo de Dios. Para decirlo en sentido más figurado, el establecimiento del cargo de Obispo es el establecimiento de un orden jerárquico en la Iglesia que no puede ser sustituido o equiparado con el orden sinodal en la nueva comprensión moderna de la Iglesia:
«En la Iglesia hay este orden: unos preceden, otros siguen. Losque preceden sirven de ejemplo a los que siguen, y los que siguen imitan a los que antecedieron. Pero los que sirvieron de ejemplo a los que siguen, ¿acaso no siguen a nadie? Si no siguiesen a nadie, errarían. Siguen, pues, a uno, a Cristo. A los cristianos perfectos, que ya no tienen hombres a quienes imitar, porque aventajaron a todos, les queda el mismo Cristo, a quien han de seguir hasta el fin. Contempláis grados escalonados, según dice el Apóstol: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo« (1 Cor 4, 16). Luego los que ya tienen los pies colocados sobre la piedra son modelo de los fieles» (San Agustín, Enarración sobre el Salmo 39, 6).
Este orden jerárquico debe servir a toda la Iglesia, por lo que los Obispos están especialmente obligados a cuidar e investigar si suponen un escándalo para los fieles y si son anti-testigos. Ya Orígenes en su Homilía sobre el Libro de los Números (2, 1) pregunta: «Crees que los que tienen el título de sacerdotes (sacerdote funguntur), sigan siempre los preceptos del orden sagrado (secundum ordinem), que han aceptado, y hagan todo lo que corresponde a su estado? Del mismo modo, ¿crees que también los diáconos sigan los preceptos dignos de su ministerio (secundum ordinem ministerii incedunt)? Entonces, ¿de dónde viene que oigamos a la gente quejándose y diciendo: »Mirad a este Obispo, a este presbítero, a este diácono[…]«?¿No se dice eso porque se ve a un sacerdote o siervo de Dios (vel sacerdos vel minister Dei), que incumple sus obligaciones inherentes a su estado?» El cargo confiere así la autoridad suprema sobre el pueblo de Dios, pero no garantiza su realización automática. Entre los jerarcas colocados a la cabeza del pueblo de Dios, también puede haber algunos que no custodien a este pueblo.
La solicitud del Obispo por el pueblo de Dios se aplica especialmente a la Iglesia particular que le ha sido confiada. El Concilio Vaticano II nos lo recuerda: «Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios a él encomendada, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos y cada uno, en virtud de la institución y precepto de Cristo, están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran manera al desarrollo de la Iglesia universal. Deben, pues, todos los Obispos promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia» (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, No. 23). La solicitud común de todos los Obispos por la Iglesia se materializa en su colegialidad: «Enseña, pues, este santo Sínodo que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio» (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, No. 21).
Colegialidad significa que, en lo que se refiere a la autoridad, el Obispo, por una parte, tiene competencia en relación con su propia diócesis, pero siempre y sólo en comunión con toda la Iglesia. No tiene autoridad jurisdiccional y docente en relación con toda la Iglesia. Por otra parte, sin embargo, está obligado a cuidar por la fe de todo el pueblo de Dios. De ahí que el Obispo, aunque no tiene potestad para juzgar a otros hermanos en el episcopado ni para corregirlos autoritariamente, está obligado, sin embargo, a cuidar por la pureza de la doctrina de toda la Iglesia y a responder a los errores que surjan en la enseñanza de otros Obispos.
Esta acción que equivale a una amonestación fraterna representa una condición única del ministerio pastoral, que sin embargo tiene su sancionamiento tanto en la Escritura como en la tradición de la Iglesia. San Pablo ya recuerda a Timoteo este deber: « Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio!» (2 Tm 4, 1-5). En una vena similar, San Gregorio Magno dirige su enseñanza a los pastores: «Pues así como quien profiere una expresión imprudente puede ser causa de engaño, también el que guarda un silencio indiscreto puede inducir a error a aquellos a quienes debiera instruir. Con frecuencia ciertos superiores mal avisados, por temor de perder el favor de los hombres, no se atreven a hablar libremente de lo que es justo, y, según expresión de la eterna Verdad, no desempeñan el oficio de buenos pastores en la guarda de sus rebaños, sino el de mercenarios pues, al ver llegar al lobo, huyen a esconderse en un culpable silencio» (San Gregorio I, Regla Pastoral, parte II, cap. 4). Esta admonición se aplica no sólo a los subordinados, sino también a los iguales en autoridad, así como a los superiores, como lo demuestra la amonestación de San Pedro por Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. Gal 2, 11-14) y la tradición de interpretar este texto. Santo Tomás de Aquino comenta este texto del siguiente modo: «Hay que tener en cuenta, no obstante, que en el caso de que amenazare un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos incluso públicamente por sus súbditos. Por eso San Pablo, siendo súbdito de San Pedro, le reprendió en público a causa del peligro inminente de escándalo en la fe. Y como dice la Glosa de San Agustín: Pedro mismo dio a los mayores ejemplo de que, en el caso de apartarse del camino recto, no desdeñen verse corregidos hasta por los inferiores» (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 33, a. 4, ad 2).
PERSPECTIVA JURÍDICA Y CANÓNICA
«El orden de los Obispos es colegialmente «sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia sólo junto con su cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta cabeza». Como es de todos conocido, el Concilio Vaticano II, al enseñar esta doctrina, ha recordado igualmente que el Sucesor de Pedro conserva «en su totalidad la potestad del primado sobre todos, tanto pastores como fieles. El Romano Pontífice, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad» (Motu Proprio Apostolos suos, No. 9; Cf. Constitución del Consilio Lumen gentium, No. 22). Estas palabras procedentes de la carta apostólica de Juan Pablo II de 1998 nos recuerdan la unidad de todo el Colegio Episcopal, encabezado por el Papa como Obispo de Roma (Obispo de la Diócesis de Roma). Él gobierna la Iglesia en cooperación con los demás Obispos, y esto es una continuación del Colegio de los Doce Apóstoles (el Colegio Apostólico) encabezado por San Pedro Apóstol. Esta autoridad del Colegio fue expresada por Cristo en las palabrasi: De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo (Mt 18,18).
Los Padres del Concilio Vaticano II subrayaron que «Cada uno de los Obispos a los que se ha confiado el cuidado de cada Iglesia particular, bajo la autoridad del Sumo Pontífice, como sus pastores propios, ordinarios e inmediatos, apacienten sus ovejas en el Nombre del Señor, desarrollando en ellas su oficio de enseñar, de santificar y de regir» (Decreto Christus Dominus, No. 11). Esta verdad expresada por los Padres conciliares ha sido desarrollada por el legislador actual del Código al precisar que los Obispos por institución divina son los sucesores de los Apóstoles. En virtud del Espíritu Santo que se les ha dado, son constituidos como Pastores en la Iglesia para que también ellos sean maestros de la doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros para el gobierno. Por la consagración episcopal reciben entonces la triple función de enseñar, santificar y regir (Cann. 375 Código de Derecho Canónico de 1983 – en adelante: CDC). La tarea del Obispo como maestro de la fe es, por tanto, salvaguardar el depósito de la fe en su Iglesia particular (depositum fidei), y, por tanto, las verdades reveladas de la fe y de la moral (contenidas en la Biblia y en la Tradición Apostólica). San Pablo ilustró esta tarea cuando escribió al Obispo Timoteo: Guarda el buen depósito consignado a ti por el Espíritu Santo que habita en nosotros (2 Tim 1,14). Por otra parte, en el Motu Proprio antes citado, San Juan Pablo II describió la tarea de la santificación con las palabras: «Además, cada Obispo, en cuanto «administrador de la gracia del sumo sacerdocio», en el ejercicio de su función de santificar contribuye en gran medida a la misión de la Iglesia de glorificar a Dios y de santificar a los hombres. Esta es una obra de toda la Iglesia de Cristo que actúa en cada celebración litúrgica legítima que es realizada en comunión con el Obispo y bajo su dirección» (Motu Proprio Apostolos suos, No. 11).
Así pues, al Obispo diocesano después del Concilio Vaticano II se considera más un pastor que un gobernador, aunque su actividad administrativa ha sido definida con precisión en los documentos eclesiásticos. En efecto, la Santa Sede subrayó la grandeza y la responsabilidad de este ministerio, entre otros, en el Decreto conciliar Christus Dominus del 1965 y la Instrucción Ecclesiae imago de la Congregación para los Obispos. El ministerio pastoral de los Obispos se articuló posteriormente en el Código de Derecho Canónico de 1983, en la Exhortación Apostólica postsinodal Pastores gregis de Juan Pablo II de 2003, y sobre todo en el extenso Directorio Apostolorum successores de 2005 publicado por la Congregación para los Obispos.
El legislador del Código también ha especificado, que al Obispo diocesano compete en la diócesis que se le ha confiado toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral (Cann. 381 § 1 CDC). La Iglesia entiende por la potestad de régimen ordinaria aquella que va aneja de propio derecho a un oficio (y no delegada en una persona concreta) que, en el caso del Obispo diocesano, es propia y no sustitutiva (Cann. 131 CDC). El Obispo de una diócesis, como sucesor del Apóstol en la Iglesia particular que le ha sido confiada, actúa, por tanto, en nombre propio y no en nombre del Papa. Sin embargo, debe mantener la unidad eclesiástica con el Obispo de Roma. En cambio, la potestad inmediata está vinculada al derecho de actuar directamente ante la grey que le ha sido confiada, y no sólo a través de los órganos unipersonales o plurales que funcionan en la diócesis (vicario general, vicario episcopal, sínodo diocesano, curia diocesana, tribunal eclesiástico…). Asimismo, todos los fieles de una Iglesia particular tienen derecho a dirigirse directamente a su Obispo.
Al Obispo diocesano, como sucesor del Apóstol, corresponde gobernar con potestad legislativa, ejecutiva y judicial. El Obispo siempre ejerce personalmente la potestad legislativa; la ejecutiva y la judicial por sí o por medio de los órganos mencionados (Cann. 391 CDC). El legislador del Código precisa que al ejercer su función pastoral, el Obispo diocesano debe mostrarse solícito con todos los fieles que se le confían (Cann. 383 CDC). El legislador del Código menciona tales obligaciones pastorales del Obispo como: atención a los presbíteros (Cann. 384 CDC); solicitud de nuevas vocaciones sacerdotales y religiosas (Cann. 385 CDC); proclamación de toda la doctrina y moral cristianas y dedicación a la enseñanza catequética y homilética (Cann. 386 CDC); solicitud por el crecimiento espiritual de los fieles por la celebración de los sacramentos (Cann. 387 CDC); fomento de diversas formas de apostolado (Cann. 394 CDC); visitas (Cann. 396-398 CDC). También cabe mencionar el amplio poder para dispensar de la ley eclesiástica otorgado a los Obispos diocesanos (Decreto del Consilio Christus Dominus, 8b; Cann. 87 CDC). Además, el Obispo diocesano debe defender la unidad de toda la Iglesia, promover la disciplina común a toda la Iglesia y exigir el cumplimiento de todas las leyes eclesiásticas. Ha de vigilar para que no se introduzcan abusos en la disciplina, especialmente acerca del ministerio de la palabra, la celebración de los sacramentos y sacramentales, el culto de Dios y de los Santos y la administración de los bienes (Constitución del Consilio Lumen gentium, nr 23; Cann. 392 CDC). Es, por tanto, una solicitud de unidad eclesial expresada en la unidad de la fe, de la disciplina y de los sacramentos.
Los Obispos ejercen su potestad en comunión con los demás Obispos. El legislador del Código ha especificado que la Conferencia Episcopal, institución de carácter permanente, es la asamblea de los Obispos de una nación o territorio determinado, que ejercen unidos algunas funciones pastorales respecto de los fieles de su territorio, para promover el mayor bien que la Iglesia proporciona a los hombres, sobre todo mediante formas y modos de apostolado convenientemente acomodados a las peculiares circunstancias de tiempo y de lugar, conforme a la ley (Cann. 447 CDC). El papel de la conferencia de Obispos (conferencia episcopal) ha sido elaborado teológicamente en la Motu Proprio Apostolos suos de Juan Pablo II de 1998. En el decimoquinto punto de este documento pueden leerse las palabras: « La necesidad en nuestros días de aunar fuerzas, fruto del intercambio de prudencia y experiencia dentro de la Conferencia Episcopal, ha sido claramente puesta de relieve por el Concilio, ya que los Obispos a menudo no pueden desempeñar su función adecuada y eficazmente si no realizan su trabajo de mutuo acuerdo y con mayor coordinación, en unión cada vez más estrecha con otros Obispos. No es posible enumerar de manera exhaustiva todos los temas que requieren tal coordinación, pero es evidente que la promoción y tutela de la fe y las costumbres, la traducción de los libros litúrgicos, la promoción y formación de las vocaciones sacerdotales, la elaboración de los materiales para la catequesis, la promoción y tutela de las universidades católicas y de otras instituciones educativas, el compromiso ecuménico, las relaciones con las autoridades civiles, la defensa de la vida humana, de la paz, de los derechos humanos, para que sean tutelados también por la legislación civil, la promoción de la justicia social, el uso de los medios de comunicación social, etc., son temas que hoy en día sugieren la acción conjunta de los Obispos». También es importante precisar al legislador del Código que la Conferencia Episcopal sólo puede dar decretos generales y ejecutivos sólo en los casos en que así lo prescriba el derecho común o un mandato especial de la Sede Apostólica. Por lo demás (con las resoluciones dictadas), permanece íntegra la competencia de cada Obispo diocesano en su Iglesia particular (Cann. 455 CDC).
Junto a los Obispos diocesanos, otros Obispos (los llamados Obispos titulares) se han de distinguir por su preocupación apostólica por la Iglesia particular y universal. El Obispo coadjutor (un Obispo con derecho de sucesión al cargo de Obispo diocesano) y los Obispos auxiliares tienen la tarea de asistir al Obispo diocesano en todo el gobierno de la diócesis, así como sustituirle cuando esté ausente o impedido en su ministerio pastoral (Cann. 405 CDC). Se les pueden encomendar tareas especiales y ejercer la potestad ejecutiva en la diócesis en calidad de Vicarios generales y Vicarios episcopales (Cann. 406 CDC). En cambio, los Obispos que han renunciado a su cargo y éste ha sido aceptado por el Obispo de Roma adquieren la condición de Obispo emérito (Cann. 401-402 CDC).
En la conclusión de la mencionada Instrucción Ecclesiae imago la Congregación para los Obispos resumió la misión pastoral del Obispo: «Lo más importante para un Obispo: ser lo primero significa tender la mano, presidir significa servir, gobernar significa amar, y el respeto coincide con el deber (peso). El cargo episcopal ya no es la base de los honores temporales, sino que es un peso, que aplasta los hombros del Obispo, limpiando la dignidad episcopal de toda suciedad de vanidad externa y gobierno secular». El Directorio de la Sede Apostólica sobre el ministerio pastoral de los Obispos, que menciona la responsabilidad de los Obispos por el cargo que ocupan, contiene palabras similares: «Nuestro Señor Jesucristo acompaña y ayuda siempre a su Iglesia y a sus ministros, especialmente a los Obispos, a quienes ha confiado el gobierno: con el oficio les dona la gracia, con el peso regala las fuerzas» (Directorio Apostolorum successores, No. 231). Estas palabras de los documentos corresponden a la regla del Papa Bonifacio VIII: Rationi congruit, ut succedat in onere, qui substituitur in honore, que puede traducirse con las palabras: «Es justo que quien asuma el cargo, incluya también las cargas asociadas al mismo».
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